Lessico


Andrés Laguna
Andrés de Laguna - Andreas Lacuna

  

Umanista e medico spagnolo (Segovia 1499 - 1559). Medico famoso e viaggiatore instancabile, fu autore di opere di carattere scientifico. Nel 1937 Marcel Bataillon gli attribuì la famosa opera Viaje de Turquía, precedentemente attribuita a Cristobal de Villalón.

Oltre alle opere che tra poco verranno elencate, bisogna segnalare che tradusse anche gli ultimi 8 libri - dal XIII al XX - dei Geoponica, nonché delle castigationes, cioè delle critiche alla traduzione di Janus Cornarius del 1541 relativa a tali libri dei Geoponica:
- Ex commentariis geoponicis sive de re rustica etc. - 1541
- Castigationes ... in translationem ... per Janum Cornarium - 1543

Publikationen des Andrés de Laguna

1535 Paris: Methodus anatomicus
1542 Straßburg: Compendium curationis et praecautionisque morbi passim...grassantis, hoc est...febris pestilentialis
1543 Aristoteles-Übersetzungen: De natura stirpium, De virtutibus et vitiis
1543 Köln: Europa. Heauten timorumene. Hoc est misere se discrucians, suamq; calamitatem deplorans
1550 Köln: Victus ratio, scholasticis pauperibus paratu facilis et salubris
1550 Köln: Galen-Übersetzung: De philosophica historia
1551 Basel: Epitome Galeni Pergameni operum in quattuor partes digesta. Weitere Ausgaben:1553 Lyon, 1571 Basel, 1604 Straßburg
1551 Rom: Methodus cognoscendi exstirpandique excrescentes in colle vesicae carunculas. Weitere Ausgaben Alcalá 1555, Lissabon 1560
1551 Rom: De articulari morbo commentarius
1555 Antwerpen: Dioskurides-Übersetzung
1556 Salamanca: Discurso breve sobre la cura y preservacion de la pestilencia.

 

 

 

 

Notizie biografiche più approfondite sono reperibili nel web e le riportiamo integralmente.

 

El Doctor Andrés de Laguna 1499-1999
Humanismo, Ciencia, Arte y Política en la Europa Renacentista
Aproximación a la figura de Andrés Laguna

 

Andrés Laguna nació en Segovia, según Diego de Colmenares y otros historiadores, en 1499; hijo de un médico notable, judío converso. Fue coetáneo de Domingo de Soto.

En la Universidad de Salamanca obtuvo el bachiller en Artes y en París estudió griego, medicina y botánica. Fue catedrático de la Universidad Complutense. La Universidad de Bolonia le nombró doctor.

Destacó como médico del Emperador Carlos V y del Papa Julio III, entre otros,. Realizó numerosos viajes por Europa, distinguiéndose por sus aportaciones científicas, literarias y políticas.

Hizo numerosas traducciones y comentarios como Las cuatro elegantísimas y gravísimas oraciones de Cicerón contra Catilina, el tratado de Pedacio Dioscorides Anazarbeo, Diálogos de Luciano, De Mundo y De las Virtudes - de Aristóteles -, Historia Filosófica - de Galeno k-, además de unificar el resto de su obra, y obras originales, entre las que figuran las tituladas Discurso breve sobre la cura y preservación de la peste, el Método de Anatomía, sobre la vida de Galeno, Tratado de pesos y medidas medicinales, Abecedario de los Dogmas o sentencias de Galeno sobre Hipócrates, Bataillón le cree autor del Viaje de Turquía. Publicó más de treinta obras.

No está clara la fecha de su fallecimiento, pero debió de ocurrir a finales de 1559 o a principios de 1560. Sus restos, que han reposado en el panteón de Gentes Ilustres del Estado, actualmente están depositados en la Iglesia de San Miguel de Segovia.

El Cronista Diego de Colmenares finaliza el capítulo que dedica a Andrés Laguna «segobiensis» (como se nombraba en todo lugar) con la siguiente conclusión:

«Esta es la vida y escritos que (hasta ahora) hemos podido averiguar de este gran segoviano, más conocido y celebrado en las naciones extrañas que en la propia, pues no hubo en su tiempo Rey, ni Príncipe que no le honrase, ni médico docto que no venerase su doctrina».

Nos encontramos, por lo tanto, ante un prestigioso europeísta y figura única en la Historia de la Ciencia, cuyo pensamiento y obra puede tener gran influencia en el momento actual.

La importancia y relieve que en la historia de España y de Europa ha tenido esta insigne figura, no sólo en su dimensión médica, sino también en los campos de la cultura, el arte, la política, la ciencia y las artes de la época, hacen que resulte obligado rememorar las aportaciones que Andrés Laguna "segobiensis" hizo en favor del liderazgo español en el siglo XVI.

(http://centros5.pntic.mec.es/andres.laguna)

Andrés Laguna
y la medicina europea del Renacimiento

José Pardo Tomás - I. Milá i Fontanals, csic, Barcelona

Los avatares biográficos del médico segoviano Andrés Laguna han llegado a nosotros, fundamentalmente, a través de las informaciones que él mismo dejó en sus escritos. Casi ningún otro documento o testimonio ha sido hallado, quizá porque nada más se ha conservado, quizá porque aún no hemos buscado lo suficiente. De hecho, la mayor parte de los historiadores que en los siglos XIX y XX trataron de aproximarse a la figura de Laguna se limitaron a repetir lo que ya dejara escrito en 1640 su paisano y cronista Diego Colmenares en sus Vidas y escritos de los escritores segovianos, añadiendo aquí o allá algún otro dato extraído de testimonios indirectos o – más frecuentemente –  de la lectura de alguna de las obras que Laguna publicó a lo largo de su vida; casi nunca de todas. De hecho, tanto Teófilo Hernando como César Dubler, que en el siglo pasado fueron los que mejor conocieron, respectivamente, la vida de Laguna y el contenido de su obra más conocida – la versión castellana del tratado de materia médica de Dioscórides –, admitieron no haber leído con atención su obra latina.

A partir de 1999, sin embargo, algunos nuevos estudiosos se han sumado al pequeño grupo de expertos en Laguna, gracias sobre todo a la celebración de un inventado quinto centenario de su nacimiento. Y digo «inventado» porque los mismos expertos que participaron en las exposiciones, conferencias, congresos y actividades organizadas con tal motivo admitían que el nacimiento del médico segoviano no tuvo lugar en 1499, sino probablemente diez o doce años más tarde. Esto ya había sido defendido hace muchos años por Marcel Bataillon, el hispanista francés autor de Erasmo y España, sin duda una de las personas que más esfuerzos dedicó a estudiar la andadura personal e ideológica de Andrés Laguna, desde que decidió atribuirle la autoría del anónimo Viaje a Turquía y se comprometió a aportar argumentos a favor de esa tesis. Sea como fuere, la celebración de hace tres años ha permitido enriquecer bastante el panorama de los estudios sobre Laguna. En este sentido, se deben destacar las dos monografías que Miguel Ángel González Manjarrón ha dedicado al personaje. En una analiza su obra más conocida, a la búsqueda de «fuentes e influencias», que sitúa «entre la imitación y el plagio»; en la segunda, realiza un ejemplar análisis de la obra latina de Laguna para encuadrarlo de forma adecuada en la corriente intelectual europea conocida como «humanismo médico».

Nosotros aquí nos proponemos, mucho más modestamente, presentar de forma sucinta la vida y la obra del médico segoviano y encuadrarla en la medicina europea del Renacimiento. Creemos necesario, pese a las limitaciones de espacio e intención de esta charla, centrar nuestra atención de manera especial en los rasgos fundamentales de esa medicina universitaria renacentista, que tan extraña parece resultar –hasta el punto de llevar en ocasiones a malinterpretaciones –  a quienes se han aproximado a la figura de Laguna desde una óptica meramente filológica o humanística.

Laguna: el converso errante

Los violentos asaltos de furibundos cristianos a diversas juderías en el año 1391 pusieron fin definitivamente a cualquier sueño utópico sobre la posibilidad de mantener una coexistencia pacífica duradera entre la mayoría cristiana y la minoría judía en el territorio de Sefarad, nombre que ésta daba a su tierra ibérica. Las conversiones masivas posteriores a los ataques trajeron bien pronto la aparición del llamado problema converso: los cristianos viejos se sentían incómodos – y dispuestos a manifestarlo de manera violenta muchas veces –  por tener que convivir con unos cristianos nuevos, a los que acusaban de seguir manteniendo en la intimidad de sus corazones y de sus hogares las creencias y los ritos de su antigua fe.

El establecimiento del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición entre los años 1478 y 1482 fue la culminación de ese malestar y la prueba más clara de que la mayoría cristiana optaba por la vía del castigo y la represión de esos pertinaces cristianos judaizantes. La expulsión en 1492 de todos los judíos que no aceptaran convertirse al cristianismo fue presentada precisamente como la solución para que los cristianos nuevos dejaran de obstinarse en mantener sus viejas costumbres incitados por la presencia de sus antiguos correligionarios.

La solución fue aún más trágica: no sólo miles de familias hubieron de abandonar sus hogares para siempre, sino que otras muchas que eligieron convertirse agravaron aún más el «problema converso» y fueron víctimas de la represión inquisitorial, cuya cruel dureza se prolongó aún durante tres décadas. Transcurrido ese período de violencia extrema contra la minoría conversa, la memoria de la misma marcó para siempre a varias generaciones de cristianos, nuevos y viejos. En el transcurso de esas generaciones, la «contaminación» judaica de numerosos linajes familiares dio como resultado unos perfiles cada vez más difusos de la minoría conversa originaria y una tendencia a utilizar la infamia – real o supuesta –  de la descendencia de sangre conversa para dirimir tensiones y conflictos sociales, económicos, familiares y personales. La terrible pedagogía del miedo impartida por la Inquisición y por sus propagandistas consagró durante más de dos siglos un mecanismo de exclusión social, fácil de ser puesto en marcha y muy difícil de ser controlado una vez que la furia racista, clasista o clientelar lo desataba. Por eso, la discreta opción de dejar una página en blanco acerca de los orígenes familiares de tantos personajes de la España del siglo XVI puede ser muchas veces interpretada como un silencio dictado por el miedo, o por la prudencia, ante la imposibilidad de mostrar una limpieza de sangre de la que tanto alardeaban otros y que tantos beneficios les reportaba a la hora de hacer carrera en la administración, en las universidades o en los conventos.

No cabe ninguna duda acerca de la pertenencia de Laguna a una de las familias de judíos segovianos que, en la generación anterior, se habían visto ante la tesitura de optar entre la conversión forzosa al cristianismo o el abandono de sus hogares, sus bienes y su tierra. El padre de Laguna, como tantos otros, optó por la conversión y siguió ejerciendo hasta su muerte su profesión de médico en la ciudad de Segovia. El hecho de ser el hijo de un converso condicionó siempre – como no podía ser de otro modo en aquel contexto –  la andadura personal y profesional de Andrés Laguna. Si bien ese condicionamiento no debe llevarnos a creer que fuera determinante en todas y cada una de las decisiones vitales del personaje, negarlo o tratar de restarle importancia no conduce más que a deformar y hacer poco inteligible no sólo la vida de Laguna, sino la de tantos otros médicos conversos castellanos – portugueses, valencianos, catalanes o aragoneses –  que se encontraron ante una situación similar en esos mismos años o en las dos o tres generaciones siguientes. Si en algo coincidieron muchos de ellos fue en su decisión de dedicarse al estudio y al ejercicio de su profesión fuera de sus lugares de origen, lejos de las tensiones y de las ruindades personales y sociales que tantos otros conversos tuvieron que sufrir al intentar seguir viviendo en su ciudad, en su barrio, o en sus casas.

Por eso, para entender a Laguna debemos partir de su condición de médico, tanto como de la de converso y la de errante. La profesión del padre, sin duda, fue trascendental a la hora de decidir proporcionarle una formación médica universitaria, que inició en Salamanca, lo que en principio era lo más lógico para un segoviano. Pero en aquella universidad no estuvo mucho tiempo; ni siquiera se graduó de bachiller en artes, el primer escalón académico que entonces era indispensable para seguir cursando cualquiera de las facultades llamadas «mayores»: teología, leyes, cánones y medicina. En 1530, cuando rondaba los veinte años de edad, Andrés Laguna decidió marcharse a estudiar a París.

En aquel tiempo, la llamada peregrinatio academica era algo relativamente habitual para muchos estudiantes universitarios europeos. De hecho, Laguna encontraría en la universidad de París a un numeroso grupo de estudiantes y profesores españoles, así como a un nutrido grupo de diversa procedencia: alemanes, flamencos, italianos, etc. Pero, si en los primeros siglos de vida universitaria europea la peregrinatio tenía unas dimensiones más reducidas y una motivación de «escuela» entre las diferentes tendencias intelectuales del escolasticismo medieval, en estas primeras décadas del siglo XVI se había convertido en un fenómeno mucho más extendido y la motivación esencial era ahora integrarse en la cada vez más hegemónica «comunidad de los humanistas» que encontraba cada vez con mayor facilidad un acomodo académico en las universidades, desde Alcalá a París y desde Padua a Oxford, o en las oficinas editoriales de Venecia, Basilea, Francfurt o Amberes.

Como veremos más adelante, Laguna inició en París su itinerante trayectoria de autor humanista, traductor y comentador de textos clásicos. Ahora interesa mencionar que en la Sorbona se graduó de bachiller en artes y, en marzo de 1534, en medicina. En esa facultad encontró Laguna profesores de gran prestigio entonces, como el anatomista Dubois(Silvius) y Jean Ruel, profesor de materia médica y traductor y comentador de la obra de Dioscórides, que tan ligada iba a estar a la empresa intelectual del médico segoviano.

Tras la graduación parisina, Laguna regresó a Castilla, probablemente a Segovia. Estuvo, al parecer, en Toledo y en Alcalá, aunque nunca fue profesor en esa universidad, por mucho que este dato se haya dado por seguro en varias ocasiones. Quienes se mostraron en el pasado empeñados en ensalzar la figura de Laguna, dentro de la típica historia «hagiográfica» de la medicina y de la ciencia que se practicaba en el siglo XIX y durante buena parte del XX, insitían en esa nunca probada «cátedra» de Laguna en Alcalá, como insistieron también acerca de un supuesto «doctorado» en Toledo y en una no menos falsa condición de médico de la emperatriz Isabel, que murió en 1539 en esa ciudad. Lo único que sabemos con certeza es que Laguna estuvo en Alcalá porque allí firmó en 1538 una dedicatoria al emperador de una de sus obras y que fue consultado – y debió entonces acudir a Toledo –  en los momentos críticos de la enfermedad de la esposa de Carlos V, que acabó muriendo – como tantas otras mujeres en aquellos tiempos –  probablemente de una infección consecuencia de un desgraciado parto.

Lo cierto es que Laguna decidió bien pronto reemprender su condición de converso errante, en su ya consolidada representación de médico humanista, cuando en 1539 embarcó con destino a Londres. Allí estuvo varios meses, pero desconocemos qué hizo exactamente o qué planes le llevaron hasta la corte de Enrique VIII. Como en otros momentos de su peregrinar, algunos historiadores sostienen la tesis de que Laguna desempeñó diversas veces para el emperador la función de «informador» en cortes o territorios extranjeros.

Dada la frecuencia con que los miembros de la comunidad de los humanistas lo hicieron, no puede descartarse que llevara a cabo algunas misiones de espionaje, pero lo único que sabemos como datos ciertos sobre su estancia en Londres son unos pocos comentarios banales acerca de ciertas actividades cortesanas.

De Inglaterra, Laguna pasó a Flandes y quizá estuvo también en alguna ciudad alemana, siempre más o menos cerca de los movimientos de la corte imperial (de Gante a Ratisbona, por aquellas fechas), pero nunca lo suficientemente cerca como para que podamos establecer una relación directa del médico con el entorno más cercano a Carlos V. De hecho, en 1540 lo que hizo Laguna fue aceptar un contrato de médico de la municipalidad de Metz: desde el día de san Juan de ese año, hasta el mismo día de 1545 se comprometió a prestar sus servicios al gobierno de aquella ciudad. Con esporádicas estancias en Colonia para la publicación de las obras que más adelante veremos, la estancia de Laguna en Metz estuvo marcada por la complicada coyuntura de la política militar y religiosa europea, donde católicos y protestantes, partidarios del imperio y de la monarquía francesa o de los príncipes alemanes se enfrentaban año tras año. En Metz, Laguna se vio ante la necesidad de adscribirse claramente al bando imperial y católico, opción que acabó haciendo aconsejable su alejamiento de aquella ciudad, a la vez que le iba a permitir alcanzar una buena posición en su nuevo destino: Roma.

Los diez años que Andrés Laguna estuvo en Italia, desde 1545 a 1554, fueron, sin duda alguna, su etapa más madura y productiva intelectualmente, a la vez que su ubicación en Roma le abrió las puertas a la obtención de cierta posición social. En ese sentido, la protección del cardenal Mendoza, por entonces embajador de Carlos V ante la corte papal, resultó ser clave. Ya de camino a Roma, en 1545, pudo pagarse un conveniente y prestigioso título de doctor por la universidad de Bolonia. Una vez instalado como médico del cardenal, Laguna llegará a ser «caballero de San Pedro» un título que se compraba relativamente bien y que daba 15.000 ducados de renta anual del «alumbre» de las minas de los Estados Pontificios; algo que hubiera tenido mucho más difícil en España, donde para un notorio converso conseguir ser caballero de una orden militar, por ejemplo, hubiera costado mucho, quizá demasiado. Finalmente, obtuvo también la consideración honorífica de médico del papa Julio III, algo que era considerado mérito suficiente como para que se reflejara en las portadas de todas las obras que escribió a partir de entonces.

Desde Roma, Laguna visitó otras ciudades y territorios italianos. Especial importancia, desde el punto de vista de su producción científica, tienen sus estancias en Venecia, acogido por el embajador Juan Hurtado de Mendoza y no exentas de las habituales sospechas de espionaje que algunos historiadores se han empeñado en hacer verosímiles. Precisamente, Venecia fue el destino elegido cuando, a finales de 1553, la coyuntura de la corte papal – siempre en interesado y tenso equilibrio entre sus propios intereses políticos y los de Carlos V –  le aconseje, de nuevo, un discreto mutis de un escenario que se había vuelto inestable para los servidores del emperador.

Desde Venecia, con la decisión ya tomada de concluir su obra más conocida, que llevaba elaborando desde hacía muchos años, Andrés Laguna se trasladó a los Países Bajos, donde el impresor Juan Latio, uno de los que llevaba ya largo tiempo editando obras en castellano en Amberes, acometerá la empresa de publicar el Dioscórides, cuya dedicatoria al futuro Felipe II firmó en aquella ciudad, el 15 de septiembre de 1555.

Dos años más tarde, en Bruselas, cayó gravemente enfermo. Aprovecha la convalecencia para traducir al castellano las Catilinarias de Cicerón: una elección que desde el punto de vista filosófico, político y, si se quiere, moral se nos antoja significativa de su talante. Quizá también ayude a explicar, en parte, la decisión que tomó a finales de 1557 de regresar a Castilla. Aunque no puede ser casual que precisamente por entonces Carlos V ya hubiera tomado a su vez la decisión de abdicar, repartir sus posesiones entre su hermano Fernando y su primogénito Felipe, y retirarse a Yuste. La muerte, como es sabido, no tardó en llegarle al monarca; muy poco después, sorprendió en Guadalajara a Andrés Laguna, que expiró el 28 de diciembre de 1559. Fue enterrado, siguiendo su voluntad, junto a su padre y otros familiares en la iglesia de san Miguel, de Segovia.

Actividades intelectuales y profesionales

Hasta aquí hemos resumido el largo y casi continuo peregrinar europeo de Laguna; hemos tratado de relacionarlo, por un lado, con su condición personal y, por el otro, con la coyuntura política en la que se vio inmerso. Nuestra atención debe dirigirse ahora a lo que, ciertamente, dotó de un significado especial a la persona del médico segoviano: su actividad como médico y como estudioso. En ese sentido, acercarnos a Andrés Laguna sirve también para conocer un perfil profesional e intelectual típico de toda una generación de hombres (las mujeres, huelga recordarlo, estaban totalmente apartadas de esas actividades) que conformaron buena parte de la cultura europea de la época y, desde luego, de lo que hemos convenido en llamar la ciencia renacentista.

Estos hombres compaginaron determinadas prácticas científicas con una serie de tareas que podríamos denominar puramente librescas, puesto que dicha ciencia renacentista se conformó mediante la conjunción de ambos aspectos. De hecho, en el caso de Laguna, sus prácticas científicas al margen de las meramente librescas (entiéndase la tarea intelectual de buscar, leer, cotejar, traducir y comentar textos) se desarrollaron especialmente en el ámbito de la anatomía y en el de la materia médica. El primero de ellos, quizá, quedó limitado a la práctica de la disección en la época en que era estudiante en París.

Aunque no hay que descartar que siguiera practicando alguna disección y, sin duda, asistió a las practicadas por otros – como testimonian algunos de sus comentarios –, parece que el interés por la anatomía fue pronto reemplazado por la dedicación al estudio de los «simples medicinales», en especial las plantas, pero también los animales y algunos minerales.

En ese ámbito, las prácticas científicas de Laguna parecen muy en consonancia con las más nuevas de la época: herborizaciones, visitas a los jardines, intercambio de especies, de semillas, de muestras o de imágenes. Incluso, como es fácilmente deducible de la lectura de sus comentarios a la obra de Dioscórides, practicó asiduamente la experimentación de los remedios en los enfermos. Incluso en algún momento de su largo período en Italia, Laguna proyectó embarcarse desde Venecia para un viaje expedicionario a Oriente, aunque no pudo llevarlo a cabo.

Además, como ocurrió en tantos otros casos de científicos renacentistas, la práctica médica de Laguna acompañó siempre el desempeño de sus tareas librescas y sus otras prácticas científicas, especialmente – como acabamos de decir –  las relacionadas con el conocimiento de los remedios medicinales. Como es natural, el médico segoviano supo aprovechar en todo momento la posibilidad de obtener ingresos económicos mediante la práctica médica, bien aceptando propuestas por parte de gobiernos de las ciudades, bien buscando la siempre arriesgada pero también provechosa posición de médico personal de señores y potentados. Ya hemos mencionado los casos más significativos de ambas opciones: el que le ofreció durante cinco años la ciudad de Metz y el que durante una década le otorgó la protección del cardenal Mendoza. Dicha dedicación, obviamente, no impidió en ningún momento que Laguna dirigiera su práctica médica también a otras personas o colectivos que lo solicitaban.

En ese sentido, no podemos dejar de mencionar aquí el buen conocimiento que Laguna parece tener de las meretrices romanas, algunas de las cuales aparecen citadas en sus comentarios como pacientes suyas. Para este y otros menesteres de la práctica médica, cobraba especial importancia su posición de «médico de...», puesto que le otorgaba un prestigio que le permitía captar más pacientes/clientes. Pero también debió ir acompañada de un indudable buen hacer y un grado de eficacia – entendida como satisfacción de expectativas y no como una entidad medible con criterios actuales –  indispensable para granjearse la «buena fama» que abría a un médico las puertas de otras casas.

Por lo que se refiere a sus tareas librescas, Laguna se nos presenta como un completo y bien preparado profesional. Formado en griego y latín clásicos, estaba – como los demás comprometidos con el programa humanista –  convencido de la necesidad de aplicar un severo método de crítica textual y filológica a los escritos de los grandes autores clásicos, transmitidos por manuscritos de muy diversa procedencia y plagados de intervenciones espurias. Además, la defensa de los criterios filológicos empleados, la discusión de los mismos con otros autores coetáneos, así como su propia interpretación de textos elaborados tantos siglos antes, le llevaron a elaborar comentarios y otras intervenciones textuales típicas de esa especial manera de «dialogar con los clásicos» que tuvieron los humanistas. Por último, Laguna no se detuvo en la tarea de dar a luz textos latinos, sino que se empeñó personalmente en trasladar alguno de esos textos a su lengua vernácula, en una clara defensa del uso científico de esas lenguas, en consonancia con lo que una parte de los estudiosos de la época defendían.

Por otro lado, la financiación de sus diversas aventuras editoriales tuvo que llegarle por las vías habituales en aquella época. Por un lado, otros estudiosos o alguno de sus cultivados patronos protectores (como los hermanos Hurtado de Mendoza, por ejemplo) le suministraron manuscritos griegos, esenciales para sus tareas de traductor latino, comentador y ‘depurador’ de textos de Galeno, Aristóteles o Dioscórides, por citar los tres más destacados. Por otro lado, debió responder a encargos directamente emanados de los libreros atentos a la demanda de textos de los clásicos filológicamente ‘depurados’ por los humanistas. Una demanda que el incipiente pero ya vigoroso mercado europeo del libro impreso trataba de satisfacer mediante aventuras editoriales que en ocasiones se financiaban a través de las grandes empresas de Venecia, Lyon, París, Colonia o Amberes. Pero que otras veces necesitaban contar con el apoyo de aristócratas, prelados o monarcas. Como es bien sabido, a falta de los documentos notariales o de otro tipo que lo confirmen, una pista fundamental para identificar a esos «mecenas» de las obras científicas impresas, se halla en las dedicatorias de los libros. Las de Laguna no dejan lugar a dudas al respecto: aristócratas, cardenales y obispos castellanos, embajadores y políticos significativos de la monarquía hispánica, el papa, el emperador y su heredero en España son los principales destinatarios de las dedicatorias.

Con la excepción de algunas obras – como luego veremos –  las tareas librescas de Laguna estuvieron siempre directamente relacionadas, como sus actividades profesionales y su práctica científica, con la medicina. De hecho, Laguna debe ser entendido, ante todo y sobre todo, como un brillante y destacado representante de la medicina universitaria del Renacimiento. Por eso decíamos al principio que para entender adecuadamente el personaje histórico de Andrés Laguna resulta imprescindible encuadrarlo dentro de ese marco. Para ello, a continuación, repasaremos sucintamente los rasgos principales de los saberes y las prácticas que configuraban dicha medicina.

Galenismo y Aristotelismo

La primera de las consideraciones que hay que tener muy presente a la hora de presentar, aunque sea tan sucinta y elementalmente como aquí nos proponemos hacer, la medicina universitaria renacentista es la de que los saberes y las prácticas que la configuraban se hallaban indisolublemente unidos a los de la filosofía natural. Esa disciplina académica se consideraba la base conceptual indispensable para acceder a otros aspectos del conocimiento de la naturaleza, de sus procesos y de sus manifestaciones. Así pues, aunque en los inicios del siglo XXI pueda resultar sorprendente a algunos, medicina y filosofía natural marcharon inseparablemente unidas desde la misma aparición de la vida universitaria en Europa, allá por el siglo XII, hasta bien entrado el siglo XIX.

De hecho, la filosofía natural aristotélica fue la que permitió a la medicina dotar de coherencia – y de recursos expositivos imprescindibles para integrarlo y trasmitirlo –  un conocimiento procedente en buena medida de un acervo considerado exclusivamente como empírico y alejado de la base científica (filosófica, dirían en la época) del conocimiento verdadero sobre el cuerpo humano y sobre su capacidad de enfermar y de sanar. Ese sistema médico sustentado en las bases racionales de la filosofía natural de cuño aristotélico fue el galenismo. La «síntesis feliz» entre los conocimientos médicos de la antigüedad griega, que arrancaban esencialmente de los textos atribuidos a Hipócrates (460-370 a. C), con una imagen de la naturaleza derivada de la de la physis aristotélica fue llevada a cabo por Galeno (131-201). Su rica y variada obra escrita permitió dar unidad y difusión a la suma de diversos saberes y prácticas anteriores y su personal investigación acerca de los diversos procesos morfológicos, fisiológicos y patológicos de ese cuerpo humano, auténtico microcosmos donde se repetían y se reflejaban los procesos generales de generación y corrupción del macrocosmos.

Dicho sistema interpretativo general se trasmitió por diferentes vías y a diferentes ámbitos geográficos y culturales, que fueron aportando algunas cosas nuevas, modificando los textos galénicos e interpretando con claves diferentes, a veces contradictorias, dichos textos. Así, el mundo helenista, el imperio bizantino y, más tarde, la rica y permeable cultura islámica, se apropiaron a su modo de esa medicina galénica edificada sobre la base de la filosofía natural aristotélica. Finalmente, el arco mediterráneo occidental volvió a recuperar los escritos de Galeno y de los diversos galenistas posteriores, primero a partir de las traducciones del árabe, luego a través de la paulatina recuperación de textos latinos y griegos.

La teoría humoral: un sistema médico para un milenio

Así pues, durante más de ocho siglos, los conceptos acerca de la salud y de la enfermedad en la medicina culta europea occidental estuvieron marcados por la vigencia de un complejo sistema de interpretación racional, basado en los tratados atribuidos a Hipócrates, en las obras de Galeno y en la infinidad de autores – cristianos, musulmanes y judíos –  que se dedicaron a comentar esos textos.

Para tratar de sintetizar en qué consistía la interpretación galenista de los procesos naturales del cuerpo humano, debemos partir de la llamada teoría de los humores. El galenismo concebía el estado de salud como el equilibrio perfecto (eucrasia) de los cuatro humores que componían el organismo humano y sus partes. Dichos humores tenían su correspondencia con los cuatro elementos constitutivos de la materia y combinaban las cuatro cualidades básicas de la misma en el modo siguiente:

elementos

 

humores

 

cualidades

aire

=

sangre

=

caliente + húmeda

agua

=

flema

=

fría + húmeda

fuego

=

cólera (bilis amarilla)

=

caliente + seca

tierra

=

melancolía (bilis negra)

=

fría + seca

La pérdida de la salud era ocasionada por la acción de un complejo sistema de causas que provocaban el desequilibrio de los humores o discrasia.

Entre esas causas ocupaban un papel esencial las cosas preternaturales, de origen externo y contrarias a la natura del cuerpo humano. Para el restablecimiento de la salud, así como para el mantenimiento de la misma, el médico debía elaborar un régimen que, de acuerdo con las características personales de cada individuo, se ocupara de evitar la acción de las causas preternaturales y de regular todos los aspectos de su vida, en especial los relativos a las llamadas sex res non naturales:

el aire y el ambiente
la comida y la bebida
el reposo y el ejercicio
el sueño y la vigilia
la evacuación y la retención
las pasiones del alma

De acuerdo con los conceptos de equilibrio y desequilibrio humoral explicados anteriormente, para la patología galénica el principal objetivo terapéutico era la expulsión de la materia pecante, el humor excedente, responsable de la aparición de los síntomas en el curso de una enfermedad. El exceso de ese humor pecante debía ser evacuado con ayuda de diversos procedimientos terapéuticos. Los dos fundamentales para obtener dicha expulsión eran la purga y la sangría. La primera se conseguía mediante el uso de diversos purgantes, administrados de diferentes modos, utilizando las vías naturales: desde el sudor a la saliva, pasando por el vómito, la orina o las heces. Para ello, la materia médica galénica poseía un extenso repertorio de productos purgantes, de origen vegetal, animal o mineral, con diferentes acciones, grados e intensidades. De ahí la extraordinaria valoración que adquirieron algunos simples medicinales, como la raíz de Mechoacán, capaces de conseguir una expulsión de la materia corrompida que no producía excesivas molestias al paciente y que obtenía efectos rápidos y controlados.

Pero además de las vías naturales, con mucha frecuencia se recurría a provocar la deseada eliminación del humor excedente mediante la práctica de la flebotomía, o sangría. Hasta tal punto prescribían los médicos galenistas a sus enfermos esta técnica que no tardaron en granjearse la crítica de quienes vieron en el abuso de la sangría el argumento fundamental para poner en tela de juicio todo el sistema médico galénico.

La combinación de los simples medicinales (cada uno de los elementos vegetales, animales o minerales empleados) en sofisticados compuestos (el más conocido de los cuales era la teriaca o triaca, en cuya receta se combinaban más de un centenar de simples) era el objeto de los numerosos Antidotarios circulantes en la época. La elaboración de las diferentes recetas era competencia de los boticarios y objeto de discusión continua entre los médicos, tanto en sus tratados como en las consultas que se intercambiaban o en las juntas de médicos que los reunían en torno al lecho del enfermo.

En éste como en los demás aspectos de la medicina galénica el contenido esencial del saber se hallaba en los textos clásicos de referencia. Para el caso de la materia médica, sin duda, éste era el de un médico griego del siglo I que reunió en un tratado las descripciones y las virtudes medicinales de unas 600 plantas, además de algunas partes de animales y unos pocos minerales con propiedades curativas.

A partir de la segunda mitad del siglo XV, el esclarecimiento del texto ‘original’ de Dioscórides y la discusión acerca de la denominación, la identificación de las plantas que describió y – sobre todo – acerca de sus reales o supuestas virtudes curativas ocuparon a muchos médicos europeos, adscribibles a lo que se ha convenido en denominar «humanismo médico», entre ellos de manera muy destacable, como ya hemos anunciado, a Andrés Laguna. Veamos, pues, en qué consistió ese humanismo médico en el que militó desde el principio hasta el final de su andadura intelectual, el médico segoviano.

El humanismo médico

En principio, el humanismo médico, como parte del movimiento intelectual europeo que se ha convenido en denominar Humanismo, participaba del empeño programático de recuperar en su saber ‘original’ los textos clásicos, esencialmente de Hipócrates y Galeno, así como de otros autores de la misma tradición grecorromana, mediante una tenaz y sistemática crítica a los textos arabizados que se habían venido traduciendo al latín y utilizando generalmente en las universidades.

Esta ‘depuración’, sin embargo, no se llevó a cabo exclusivamente por razones de purismo filológico ni solamente desde posiciones intelectuales sometidas a un seguimiento acrítico de las palabras de una autoridad clásica considerada indiscutible. De hecho, en la mayoría de los casos, la actitud del médico humanista se halló en la tesitura de lo que podríamos considerar una especie de ‘paradoja de la autoridad’: cuanto más se depuraban sus textos, se devolvía a su sentido y sonido ‘original’ su saber, más se abría paso a una discusión abierta con ese saber, a una crítica que de manera inevitable estaba llamada a contrastar lo que el texto decía con la «propia experiencia» derivada de la observación y de la práctica médica, hasta llegar en ocasiones a poner en tela de juicio las afirmaciones de la autoridad.

Por eso, la tarea llevada a cabo por el humanismo médico cobra su verdadera magnitud cuando se la pone en relación con una serie de nuevas prácticas de elaboración y transmisión de los saberes que se estaban creando en ámbitos y espacios nuevos, dentro y fuera del estricto marco de las instituciones universitarias. Contribuía a ello un ambiente favorable al cultivo de los saberes naturales en las cortes de los soberanos y de los grandes señores, pero también una serie de novedades importantes, en la que la difusión de la cultura escrita a través de la imprenta ocupaba un lugar preeminente. Por otro lado, en el ámbito estricto de la enseñanza de la medicina universitaria, viejas prácticas se renovaron casi por completo a partir de las décadas centrales del siglo XVI y otras nuevas comenzaron a abrirse camino entre profesores y estudiantes universitarios.

Si hay un área del saber médico que representa mejor que ninguna otra esa renovación ésta es sin duda la anatomía. La práctica de la disección de cadáveres con fines didácticos no era nueva, ya que se practicaba desde los siglos XIV y XV, no sólo en las universidades más importantes de Italia, Francia y España, sino también en algunas de las agrupaciones de cirujanos. Lo que ocurrió en las décadas iniciales del siglo XVI fue que en varios de esos centros la práctica de la disección se extendió a médicos y cirujanos en el mismo ámbito universitario y a un público de interesados y curiosos, entre los que cada vez más figuraban artistas y pintores, incluso autoridades o viajeros.

Además, las disecciones se hicieron mucho más frecuentes. Tanto que las habituales estructuras de madera montadas de modo provisional para albergar a los estudiantes, al maestro y a los disectores en torno a la mesa con el cadaver durante unas pocas sesiones, se convirtieron en teatros anatómicos estables, construidos de manera sólida y separada, con gradas de madera o de piedra para albergar a un público cada vez más numeroso, con una mesa de disección que fue dotándose de determinados refinamientos, como un eje que la hacía giratoria, o un mecanismo de desagüe para los líquidos y, finalmente, con otros elementos didácticos (esqueletos, láminas, etc.) que acompañaban las disecciones o las sustituían cuando el calor de la estación hacía inviable practicarlas por la dificultad de conservación del cadáver.

Por último, se transformó también la escena de la disección y el reparto tradicional de los papeles y funciones de cada uno de los que allí actuaban. Como muy gráficamente expresó Andrés Vesalio – sin duda, la figura que supo representar como ninguna otra la renovación anatómica en el Renacimiento – el profesor descendió de la cátedra, desplazó al cirujano disector que hasta ese momento se limitaba a ejecutar las órdenes que se le impartían desde la cátedra y empuñó el cuchillo sectorio, para llevar a cabo con sus propias manos la disección del cadáver, mostrando a los estudiantes las partes del cuerpo y explicando su estructura (su fabrica) y su funcionamiento. También los estudiantes pasaron con frecuencia de su papel meramente espectador a practicar y aprender a practicar las disecciones. Por último, el propio cadaver mudó su origen y su papel. Incluso dejaba su lugar a diversos animales que – vivos o muertos –  eran abiertos para observar su morfología y el funcionamiento de sus partes. No se trataba ya meramente de ilustrar en sus vísceras, sus músculos o sus huesos lo que el profesor leía en un texto, sino de ofrecer a los presentes un material para «observar con la propia experiencia de los sentidos la obra creadora de Dios en la admirable fabrica del cuerpo humano» o de los organismos animales vivos. El peso de la autoridad textual se alejaba de un escenario universitario que había dejado de ser el tradicional y se había transformado casi por completo.

Aunque, como hemos dicho, la anatomía representa de manera muy evidente lo que hemos venido denominando las nuevas prácticas didácticas y experimentales puestas en marcha por el galenismo humanista (pese a todo, conviene no olvidar que todos esos nuevos anatomistas seguían siendo esencialmente galenistas en su visión del cuerpo humano, de la enfermedad y de su curación, aunque disintieran de muchas cosas de los textos anatómicos de Galeno), no fue la única área que experimentó esos cambios. El estudio de las plantas, animales o minerales (motivado, en principio, por la necesidad de conocer sus propiedades curativas) conoció transformaciones de similar importancia, sobre todo en lo que respecta a la introducción de prácticas experimentales en la enseñanza y de la incorporación de éstas a la labor de los autores, que se distanciaron también así de la autoridad textual que ellos mismos habían contribuido a repristinar con su crítica filológica.

Dicho estudio se concretaba en el cultivo de un área de la medicina bien definida en la época con la expresión materia medica. Se ocupaba de los elementos de origen vegetal, animal o mineral que constituían la materia, viva o inerte, que poblaba el mundo natural sublunar, es decir, el situado por debajo de los orbes celestes para identificar o descubrir aquellos de esos elementos (o simples medicinales) que poseían facultades curativas. En la gran época de la expansión geográfica, resulta obvio que el motor de esa curiosidad permitió que un gran universo de seres y objetos naturales fuera puesto a disposición de los estudiosos, que se enfrentaron a ellos con un entusiasmo intelectual similar al que suscitaba en los anatomistas el descubrimiento de un huesecillo del oído o de las válvulas de las venas. Por otro lado, las prácticas científicas relacionadas con la materia médica conocieron un proceso de innovación y desarrollo muy importantes, también en el ámbito universitario.

La dotación en las facultades de medicina de cátedras específicamente dedicadas al estudio de los simples medicinales, la salida del aula del profesor y sus alumnos para herborizar por los campos cercanos o los huertos privados, los nuevos instrumentos de investigación (como los herbarios secos, los museos y los gabinetes de historia natural), o el refinamiento de otros tradicionales (como la ilustración y el grabado) les dieron la capacidad necesaria para producir obras de considerable novedad e interés. Los especialistas, además, encontraron vías de estrecha y eficaz comunicación, no sólo a través de la imprenta, sino también a través de una tupida red de cartas, envíos de muestras y semillas, intercambio de objetos y de noticias procedentes tanto del Nuevo como del Viejo Mundo.

El creciente prestigio de las facultades de medicina en el seno de los estudios generales universitarios, en especial en algunas ciudades del norte y el centro de Italia, llevó a los poderes locales que sostenían estos centros a dotar la enseñanza de la medicina con nuevos elementos que, además de cumplir con su papel formativo, sirvieran de fuente de prestigio y atracción de nuevos estudiantes. Padua, Pisa, Ferrara o Pavía, entre otras, marcaron el ejemplo a seguir en este sentido, creando los primeros jardines botánicos donde cultivar plantas medicinales. Estos jardines universitarios fueron puestos, por lo general, bajo la dirección de un catedrático, quien, además de hacer la demostración de los simples (ostensio simplicium) cuando la estación lo permitía, desarrollaba otro tipo de prácticas científicas asociadas a la enseñanza, con la ayuda de estudiantes y colaboradores, como la elaboración de herbarios secos, el dibujo y pintura de plantas, el cultivo en invernaderos y la aclimatación de especies exóticas.

Por otra parte, el interés de príncipes y monarcas renacentistas por la creación y organización de jardines en sus palacios y dependencias, dedicadas tanto al ocio como a la representación de la vida cortesana, no puede ser interpretado como mera expresión de gustos personales o de la voluntad de exhibir su poder y riqueza ante sus súbditos. En el caso de Felipe II, por ejemplo, las necesidades de administración y aprovechamiento de recursos de los inmensos territorios bajo su dominio son un factor esencial a la hora de interpretar adecuadamente las cuantiosas inversiones que la Corona dedicó a los bosques y jardines reales: Aranjuez, Segovia, El Pardo, la Casa de Campo y El Escorial, entre otros. Sin lugar a dudas, no es casualidad que fuera precisamente Felipe II el destinatario de la dedicatoria que Andrés Laguna escribió para su versión castellana de Dioscórides y que en dicho texto llamara al monarca a estimular y apoyar la creación de jardines botánicos.

Regresamos así al protagonista de estas páginas, Andrés Laguna, cuya importancia y significado históricos podemos entender mejor quizá ahora, dentro del ámbito de la medicina renacentista creada y renovada en torno al llamado galenismo humanista.

Laguna: médico humanista

Como se recordará, la primera etapa de la andadura intelectual deAndrés Laguna tuvo lugar en París. Su primera obra publicada apareció en 1535, al año siguiente de su graduación en aquella universidad. Se trataba de una edición típica de un estudioso humanista: un texto aun entonces atribuido a Aristóteles y en cuya portada Andream a Lacuna Secobiensem dejaba clara la voluntad de purismo filológico que había guiado su intervención: Aristotelis Stagiritae De physiognomicis liber unus, per Andream a Lacuna Secobiensem nunc primum ac infelici superioris versionis (a verbo absit iactantia) editione in feliciorem latinitatem restitutus: in quo sane philosophus ille ex corporis lineamentis reconditos animae mores investigare rara quadam eruditione atque inaudita nos docuit.

A esta primera obra siguió ese mismo año de 1535 la publicación de una obra sobre el método anatómico, en la que el joven Laguna daba cuenta de las enseñanzas. Su título comenzaba del modo siguiente: Anatomica methodus, seu de sectione humani corporis contemplatio, Andrea a Lacuna Seconbiense authore y proseguía anunciando al lector que la obra se había redactado in compendium atque adeo enchiridium y anxie curatis, por supuesto observando las reglas de la puritate sermonis. La obra estaba dedicada a Diego de Ribera, obispo de Segovia. Diversos historiadores de la llamada anatomía prevesaliana han juzgado la obra como dotada de una cierta originalidad, aunque ciertamente con muy efímera fama, debido a la aparición – sólo siete años más tarde – de la Fabrica de Vesalio. En su sintética exposición, Laguna no dejó de reseñar su asistencia a disecciones en París, llevadas a cabo por el profesor de cirugía Jean de Tagault. En concreto, se trata de una referencia a la observación de dos grandes cálculos en la vesícula bibliar en un cadáver disecado por Tagault ante sus estudiantes. Pero alude también a disecciones efectuadas por propia mano, como cuando hace ostentación de su pericia con el cuchillo en la mesa de disección – muy al estilo de Vesalio – en el caso de la disección de un cadaver del que, el mal olor que desprendieron los intestinos al abrir la cavidad, alejó a los otros mientras que él con valentía afirma: «cogí el escalpelo, seccioné el ciego y demostré claramente a todos con un palillo que tenía dos orificios, uno por el que absorbía y otro por el que expulsaba», contra la común opinión de sus colegas, «que ni siquiera habían echado un vistazo», de que el intestino ciego sólo tenía un orificio.Así, se permitía Laguna disentir de la autoridad, aunque en el prefacio afirmaba – con la retórica habitual en estos casos – que no escribiría nada contra Hipócrates, Galeno, Celso, Platón, Aristóteles, Plinio o Alejandro de Afrodisia.

En 1536, todavía en París, Laguna entregó a la imprenta una tercera publicación, esta vez aún más claramente en la línea del galenismo humanista, pues se trataba de la traducción latina de un texto griego impropiamente atribuido a Galeno, con el título: De urinis libri duo, antehac nunquam in lucem emissi. Estaba dedicado a su padre y, según declaraba el autor, pretendía resultar de gran utilidad a los estudiantes de medicina, pues «aunque no sea genuino de Galeno», «parece oler tanto al método y al ingenio de Galeno en el análisis de todas las diferencias de las orinas». De este modo aseguraba que colmaba «la inagotable sed de la juventud»; es decir, trataba de satisfacer la demanda de un público deseoso de tener esos textos filológicamente impecables con los que el programa humanista prometía poner a su alcance toda la medicina clásica.

Al regresar a Castilla, el médico segoviano dio a la luz otros tres trabajos, probablemente comenzados a elaborar en su etapa parisina, aunque fueron publicados en Alcalá, en las prensas de Brocar: el De mundo seu De Cosmographia que él siguió atribuyendo a Aristóteles, en edición dedicada al emperador Carlos y dos diálogos de Luciano de Samosata, la Tragopodagra y el Ocypus. La elección de estas obras de un autor tan caro a los erasmistas pone a Laguna claramente en conexión con esa corriente de pensamiento religioso, político y filosófico que inspiraron los escritos de Erasmo de Rotterdam en tantos intelectuales europeos de la primera mitad del siglo XVI.

La segunda etapa significativa en la trayectoria intelectual de Laguna transcurrió, como se recordará entre Metz y Colonia, de 1540 a 1545. Las autoridades de la ciudad que le habían contratado como médico estimularon la elaboración, tras hacer frente a una epidemia de peste, de su Compendium curationis, precautionisque morbi passim populariterque grassantis, hoc est, vera et exquisita ratio noscendae, precavendae atque propulsandae febris Pestilentialis, que se imprimió en Estrasburgo, en febrero de 1542, dedicado al consistorio municipal de Metz.

El año siguiente significó, desde el punto de vista editorial, una auténtica explosión de la producción de Laguna, sin duda fruto de los trabajos de crítica textual y comentarios que hacía años llevaba desempeñando. En Colonia aparecieron hasta seis diferentes publicaciones. Dos traducciones dentro de la más pura tradición humanista: De natura stirpium liber unus et alter, otro de los numerosos textos atribuidos a Aristóteles; De philosophica historia liber unus, que la tradición atribuía esta vez a Galeno, aunque ya entonces se le sabía apócrifo. Otras dos obras de similar orientación: los comentarios [no! la traduzione] al De re rustica, atribuido al emperador Constantino y las Castigationes a la traducción de dicha obra llevada a cabo por otro destacado médico humanista, Jan Hagebut (o Janus Cornarius, nombre latinizado con el que es más conocido).

Y un par de obras algo más atípicas en la producción tradicional de un médico, aunque no de otros humanistas de tendencias erasmianas. La primera era el texto impreso del discurso pronunciado ante la universidad de Colonia, dedicado a una Europa que misere se discrucians, un texto que ha dado a Laguna fama de europeísta avant la lettre, pero que sería más ecuánime juzgar como una pieza oratoria típica de un hombre comprometido con la causa del irenismo erasmista que el emperador Carlos aún pretendía – sin demasiado éxito en realidad – representar.

La segunda se titulaba Rerum prodigiosarum quae in urbe Constantinopolitana, et in aliis ei finitimis accederunt anno a Christo nato M.D.XLII. brevis atque succinta enarratio. De prima truculentissimorum Turcarum Origine, deque eorum tyranico bellandi ritu, et gestis, brevis et compendiosa expositio. La primera parte es una mera traducción latina de un texto italiano que narraba los «prodigios» ocurridos en Constantinopla en el verano de 1542; la segunda parte era original de Laguna. Sea o no cierta la atribución a Laguna del Viaje de Turquía que Bataillon hiciera hace medio siglo, esta obra demuestra un especial interés del médico segoviano por el imperio otomano, sus orígenes, las costumbres de sus gentes y la consideración – de nuevo en una óptica claramente adscrita a los supuestos políticos de Carlos V – como la verdadera amenaza de la Cristiandad, lamentablemente envuelta en una guerra intestina, mientras el peligro turco se consolidaba y acechaba el orbe cristiano.

El período de producción impresa llevada a cabo desde Colonia se cerrará con un pequeño tratado dedicado a dar consejos médicos para la vejez, bajo el título De victus et exercitiorum ratione maxime in senectute observanda no publicada hasta 1546, cuando Laguna llevaba ya un año de estancia en Italia.

Como ya se ha indicado, los diez años que pasó entre Roma y Venecia fueron los más interesantes y productivos de toda su intensa carrera intelectual; en especial, por dos hechos. Porque da a la luz la obra más significativa de su aportación al galenismo humanista: seis volúmenes de los que los cuatro primeros son las Epitomes omnium Galeni operum, el quinto es la Vita Galeni Pergameni junto a un abultado y completo índice de los epítomes de las obras de Galeno recogidos en los volúmenes anteriores; el último tomo contiene las Annotationes in Galeni interpretes, dedicado a Diego Hurtado de Mendoza, hermano del entonces embajador de Venecia, ciudad en la que los seis volúmenes aparecieron impresos en 1548. La segunda razón es porque durante todos esos años Laguna no cesó de recopilar información – no sólo libresca, sino también empírica – con vistas a su futura traducción y anotación del tratado de Dioscórides.

La producción italiana de Laguna no se detuvo aquí, pues en 1551 apareció en Roma su tratado sobre la gota: De articulari morbo commentarius, dedicado al papa Julio III, que lo había hecho médico honorario suyo y que padecía esa enfermedad, que aquejó también al propio médico segoviano, como a Erasmo, a Vives, o al mismo Emperador. Recogía en él las recomendaciones «que aprendí contra los dolores articulares en mi peregrinar por España, Francia, Inglaterra, Alemania e Italia».

En el mismo año de 1551, apareció publicado el único tratado de tema quirúrgico escrito por el médico segoviano: el Methodus cognoscendi extirpandique excrecentes in vesicae collo carunculas. La obra se dedicada a comentar un método de cauterización de las llamadas «carnosidades de la vía de la orina» mediante la aplicación de unas »candelillas» de cera, untadas de un caústico corrosivo. Tal método, cuya parternidad siempre fue discutida, parece que empezó a practicarse – como tantas otras prácticas de ese tipo – por parte de diversos empíricos y, por esa época, sin duda como reacción a la extensión de la noticia sobre su eficacia y en un intento de apropiación, comenzaba a discutirse la paternidad del mismo entre varios cirujanos y médicos universitarios. Bien entrado el siglo XVIII aún se practicaba y aún se discutía sobre el origen del método y su «inventor». Laguna lo atribuyó «a un empírico portugués llamado Philipe», que se la comunicó a Juan Aguilera (médico papal por entonces), aunque Amato Lusitano, lector de Laguna, atribuyó la invención del método a su maestro salmantino Lorenzo Alderete, entonces profesor en Salamanca, de quien se supone lo aprendió el tal Felipe.

Dos años más tarde, a punto de concluir su período en Italia, Laguna concluye unas Annotationes in Dioscoridem, hechas a la versión latina del tratado de materia médica llevada a cabo en 1516 por quien fuera su maestro en París, Jean Ruel y un Epitome de los comentarios que Galeno hizo a los textos hipocráticos. Ambas obras aprecieron finalmente en Lyon, en 1554, aunque su elaboración y conclusión pertenecen claramente al fecundo período italiano.

Con el final de ese período, Andrés Laguna parece considerar culminada su tarea publicística en lengua latina y su traslado a los Países Bajos parece ir acompañado de la decisión de expresarse en la imprenta a partir de ese momento en su lengua vernácula, el castellano, cosa que nunca había hecho. De hecho, excepto una Apologetica epistola sobre las anotaciones del ya citado Ianus Cornarius al texto de Dioscórides, aparecida en Colonia en 1557, las cuatro obras que Laguna publicará en lo que le resta de vida fueron escritas e impresas en castellano.

La primera de ellas es su más conocida, elogiada, reeditada y apreciada obra: Pedacio Dioscorides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal, y de los venenos mortíferos, traduzido de lengua Griega, en la vulgar Castellana, e illustrado con claras y substanciales Annotationes, y con las figuras de innumeras plantas exquisitas y raras, por el Doctor Andrés de Laguna, Médico de Iulio III Pont. Max. Divo Philippo, divi Caroli V Aug. filio haeredi, Opt. Max. dicatum, publicada en Anvers, En casa de Iuan Latio, en 1555. Una obra que, por sí sola, merecería otra sesión de este curso, para ilustrar no sólo la transmisión del saber clásico a lo largo de los siglos, sino – quizá de manera un tanto especial – la compleja configuración de esa medicina renacentista europea que aquí hemos tratado de presentar enmarcando esta sucinta exposición de la vida y la obra de Andrés Laguna.

Algunas referencias bibliográficas

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mattioli, PietroAndrea, I discorsi di M. Pietro Andrea Matthioli sanese, medico cesareo, et del serenissimo principe Ferdinando archiduca d’Austria &c. Nelli sei libri di Pedacio Dioscoride Anazarbeo della materia Medicinale. Hora di nuovo dal suo istesso autore ricorretti, & in più di mille luoghi aumentati. Con le figure grandi tutte di nuovo rifatte, & tirate dalle naturali & vive piante, & animali, & in numero molto maggiore che le altre poer avanti stampate. In Venetia, Appresso Vincenzo Valgrisi, 1568. Facsímil en 5 vols. Roma, Stabilimento Tipografico Julia, 1967–1969.

santamaría, José Manuel (Comp.), El doctor Andres Laguna y su tiempo: Exposición conmemorativa del V Centenario del nacimiento del doctor Andrés Laguna. 7 octubre-6 diciembre. Segovia, Caja Segovia, 1999. 93 p.

Existe una versión en Internet:
http://centros5.pntic.mec.es/andres.laguna
/exposici.htm

Dictionnaire historique
de la médecine ancienne et moderne

par Nicolas François Joseph Eloy
Mons – 1778